Cuando en la ciudad de Turín, a mediados del siglo XIX, cientos de jóvenes se acercaban para trabajar en las fábricas, para huir de la miseria, para buscarse una vida mejor… y sus sueños se acababan con la explotación laboral, muchas horas de trabajo y poco sueldo, palizas por errores en el puesto de trabajo, despidos por cualquier excusa, trabajos con un riesgo enorme… tanto que algunos perdían la vida… sólo la calle se convertía en el lugar donde desahogarse: por medio de la violencia, del robo, de la bebida, la prostitución…
Y fue en la calle donde los encontró Don Bosco. Un joven sacerdote, hijo de campesinos muy humildes y huérfano de padre desde los dos años, que tuvo que hacer grandes esfuerzos para poder estudiar y llegar a ser cura.
Una vez ordenado, tuvo una de las experiencias más intensas de su vida. Enviado como capellán a la cárcel de Turín, allí pudo ver hasta qué punto las vidas de numerosos jóvenes iban degradándose y consumiéndose, a causa de la falta de atención y de alguien que fuera capaz de mover toda la vida y la riqueza que se esconden en un corazón joven.
Así que ése fue su primer lugar de encuentro con la juventud más abandonada y pobre. En la calle y en la cárcel. Tenía otras muchas posibilidades donde trabajar como cura: colegios donde le pagarían bien y no le faltaría de nada, familias privilegiadas, parroquias donde hacer carrera… Y, de hecho, estuvo en muchos de estos sitios trabajando intensamente, pagando el precio de un desgaste de salud considerable. Por eso, llegó el momento de elegir. De ponerse la mano en el corazón, y responder de la manera más fiel a lo que él consideraba que Dios le estaba pidiendo. Y eligió la calle.
Eligió la calle y a esos jóvenes que no tenían más recursos ni más personas que el pobre cura joven Don Bosco, considerado un loco por el resto de sacerdotes y por algunas personas importantes de la ciudad.
Los que no tenían nada, a partir de este momento, tendría a alguien: a Don Bosco. Y él se convertiría, para todos ellos, en su maestro y su amigo. Pero, sobre todo, en un padre.
Muchos de estos jóvenes pobres y abandonados no tenían ni siquiera familia, porque eran huérfanos o porque habían huido. Por eso creo que Don Bosco, convirtiéndose en padre, respondía así a dos llamadas que abrasaban su corazón: el grito de los jóvenes que necesitaban un padre, y el grito de Dios que le llamaba a mostrar a los jóvenes que Él es un Padre Bueno.
Y así, como le gustaba hacer de pequeño con sus amigos, se subió a la cuerda de equilibrista, para hacer caminar su vida y su corazón en un perfecto equilibrio entre el amor a Dios y el amor a los jóvenes… hasta consumir su vida por ellos, dejando atrás escuelas profesionales, talleres, contratos dignos para los jóvenes, una familia formada por los Salesianos, las Hijas de María Auxiliadora y los Salesianos Cooperadores, presencias misioneras…
Y dejándonos, sobre todo, el regalo de su estilo educativo, basado en la presencia afectuosa en cada momento de la vida de los jóvenes, en la confianza, en el amor al joven, en la convicción por parte del educador de que en todo joven hay cantidad de valores que debemos ayudar a descubrir y desarrollar… y en la fe en un Dios que ama apasionadamente a cada joven y cuyo rostro paterno estamos llamados a dibujar con nuestra vida.
Pienso que este tesoro educativo que Don Bosco nos ha dejado puede abrirnos, cada día más, a dar respuesta, también hoy, a jóvenes que, como en el caso de aquellos de Turín, viven solos en ciudades hacia las que han emigrado dejando sus familias, o viven solos en casas donde hay de todo menos afecto y vida familiar, o viven en familias desestructuradas sin posibilidad de diálogo…
Quizás, por eso, la paternidad de Don Bosco, actualizada en nuestro “hoy”, y en cada una de las situaciones laborales, familiares, vocacionales donde nos encontremos, pueda ser la manera más adecuada de ser signos y portadores del amor de Dios a los jóvenes.
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